No hace mucho llegó a mis manos un interesante paper: ‘Public perceptions of local influence’ y que llega a una conclusión que puede parecer menor e inocua pero que no creo que lo sea tanto: la mayoría de la gente ya no puede nombrar a las personas que considera influyentes en su comunidad. En contraste, en los años 50, la mayoría de la gente nombraba a empresarios locales.
Podríamos dejarlo en un simple ‘¿Y qué?’ Tal vez las grandes empresas han desplazado a las pequeñas, de modo que ahora no significa mucho ser un empresario local (de hecho, esta es una de las principales explicaciones de los autores). Pero otra interpretación más siniestra es que no estamos desvinculado de nuestras comunidades locales, refugiándonos en nuestras casas y dejando de interactuar con la gente que nos rodea. Los politólogos Putnam y Skocpol han documentado un descenso importante de la participación de los estadounidenses en organizaciones cívicas, clubes locales, etc. Quizá la razón por la que no podemos nombrar a figuras importantes de la comunidad es que ya no tenemos comunidades.
Pero, los que me conocéis, sabéis que no soy pesimista. De hecho, creo que el tipo de comunidades que habitamos simplemente ha cambiado. En el pasado, nuestras comunidades eran fundamentalmente horizontales: eran simplemente las personas con las que vivíamos cerca en la superficie de la Tierra. Sin embargo, cada vez más, las nuevas tecnologías nos han permitido construir comunidades que he decidido llamar verticales: grupos de personas unidas por identidades, intereses y valores más que por la proximidad física.
La era de las comunidades horizontales
Pensemos en el uso de ‘comunidad’ para referirse a grupos identitarios: ‘la comunidad judía’, ‘la comunidad LGTBI’, etc. Cuando un medio publica un titular ofensivo para los asiáticos, es ‘la comunidad asiática’ la que se enfada. Pero, ¿quién es esa ‘comunidad asiática’? No es un grupo de personas que viven cerca unas de otras, trabajan juntas o pertenecen a los mismos grupos religiosos o ligas de bolos. Tampoco se trata simplemente de ‘todos los asiáticos’: la inmensa mayoría de los asiáticos ni siquiera vio el titular. En cambio, la ‘comunidad asiática’ a la que se hace referencia en la reacción contra el titular del WSJ es un conjunto de personas asiáticas que se ocupan de cuestiones como ésta y que se reúnen en línea para debatirlas.
A algunas personas les molesta este uso. Una agrupación identitaria no es una comunidad real, dicen. Y durante la mayor parte de la historia habrían tenido razón. Siempre ha habido identidades ficticias que nos ‘conectaban’ con personas lejanas: otros judíos, otros cristianos, otros fans del punk, otras personas que emigraron de Galicia… Pero debido a la limitada tecnología, normalmente no teníamos mucho contacto con esas personas. Las comunidades verticales siempre han existido, pero los métodos de transmisión de ideas, organización de instituciones y aplicación de normas eran muy débiles y lentos. Los peregrinos, los cruzados y los clérigos itinerantes podían difundir la cultura religiosa. Las diásporas podían difundir la conciencia étnica. Pero esto requería mucho tiempo y esfuerzo, y las exigencias de las comunidades locales horizontales solían dominar.
Hubo, por supuesto, excepciones. La Iglesia católica mantuvo una organización geográficamente vasta que traspasaba las fronteras de pueblos y reinos… y que acabó entrando en conflicto con esas comunidades más horizontales. Y también está mi excepción favorita: la comunidad científica que surgió en Europa en los años 1500 y 1600, que utilizaba cartas escritas para mantenerse en contacto y atribuirse el mérito de los trabajos científicos. Pero durante la mayor parte de la historia, la mayoría de las personas con las que interactuabas eran las que vivían cerca de ti: tu comunidad horizontal.
Las comunidades horizontales pueden ser a menudo asfixiantes y represivas, porque imponen normas comunitarias a personas con una gran variedad de ocupaciones, temperamentos y antecedentes. La novela Main Street, de Sinclair Lewis, es una magnífica descripción de la siempre presente y aplastante presión conformista de las pequeñas ciudades estadounidenses en la década de 1910. Pero esa presión social no era nada comparada con los linchamientos, inquisiciones y genocidios que imponían la homogeneidad religiosa, cultural y racial en muchas de las comunidades horizontales del mundo, y que todavía lo hacen en algunas partes del mundo. O los sutiles adoctrinamientos a los que ‘algunos’ nos tienen acostumbrados hacia lo que es correcto o no, humor o no…
Cuando la gente que te rodea te presiona para que seas igual que ellos, puedes usar la salida, la voz o la lealtad: puedes doblegarte y conformarte, puedes luchar y rebelarte, o simplemente puedes marcharte y encontrar un lugar en el que encajes mejor. Gran parte de la inmigración a Estados Unidos fue impulsada por inadaptados que buscaban comunidades en las que no sobresalieran tanto. En la segunda mitad del siglo XX, los propios estadounidenses se agruparon en distintas partes del país para crear bolsas de homogeneidad política local.
De hecho, nuestro uso de la palabra ‘comunidad’ para describir grupos raciales, religiosos y sexuales es probablemente una reliquia de un feo patrón de la historia, en el que las minorías se veían obligadas a vivir en zonas circunscritas y segregadas -los barrios chinos, los guetos…, bien por ley, bien por un exceso de delincuencia que les hacía no ser bienvenidos en otros lugares. Esas comunidades minoritarias horizontales fueron creadas por la exclusión social, pero también desarrollaron culturas muy originales e instituciones locales cooperativas que llevan a mucha gente a venerar su memoria.
A medida que el país se fue haciendo más tolerante y más móvil, esas comunidades se van haciendo ‘más ficticias’ y, como se puede ver en Estados Unidos, los chino-americanos se mudaron de los barrios chinos a los suburbios residenciales. Al mismo tiempo que estas comunidades minoritarias se disipaban, las comunidades horizontales de gran parte del mundo desarrollado también se desintegraban, como documentaron Putnam y Skocpol en el paper. Los coches hicieron que la gente se desplazara más, la televisión y las grandes casas les permitieron disfrutar del ocio en soledad, etcétera. Surgieron nuevas comunidades verticales en forma de subculturas, pero éstas estaban generalmente subordinadas a las comunidades horizontales en forma de ‘escenas’ locales.
Internet nos permitió escapar a la vertical
Pero entonces llegó Internet y todo cambió. De repente dejamos de estar aislados y empezamos a ser sociales de nuevo, a través de las ventanas de las pantallas de nuestros portátiles y teléfonos. Allí nos esperaba todo un mundo de interacción humana: foros, redes sociales, aplicaciones de chat, juegos en línea, etcétera. De repente, estábamos rodeados de gente todo el tiempo, o al menos de sus palabras escritas, y quizá de vez en cuando de sus fotos, vídeos o voces.
El uso constante de Internet nos permitió organizar un porcentaje mucho mayor de nuestra interacción humana en torno a comunidades verticales. Nos permitía encontrar a las personas con las que nos identificábamos e interactuar con ellas, en lugar de vernos obligados a interactuar con quienquiera que estuviera cerca de nosotros en el mapa. Podíamos rodearnos de otros aficionados al anime, u otros musulmanes, u otros economistas... y así lo hicimos. Lo que antes eran lazos de conexión teóricos que existían sobre todo en nuestras mentes se convirtieron en grupos de Facebook y subreddits y redes sueltas de contactos de Twitter. Y esos espacios desarrollaron sus propias normas, reglas, costumbres e instituciones, porque ahora, gracias a Internet, era fácil hacerlo.
Para ver lo importantes que son estas comunidades verticales, basta con repetir el ejercicio del artículo de Hochberg y Hersh. ¿Podéis decirme quiénes son, por ejemplo, los líderes empresariales locales más importantes de vuestro barrio, pueblo o ciudad? ¿Y vuestros referentes en estos ámbitos en vuestras redes sociales?
Las ‘comunidades’ basadas en la identidad de las que habla la gente ya no son una mera abreviatura de una noción de afinidad cultural o política con personas lejanas, o de un recuerdo desvanecido de barrios segregados. Son florecientes verticales en línea: archipiélagos de espacios en línea donde la gente puede ir a hablar de lo que significa ser gay, judío o pakistaní. Y como los pequeños pueblos de la época de Sinclair Lewis, estas comunidades verticales tienen la capacidad de utilizar el ostracismo social para castigar a quienes se desvían de las normas consensuadas y los objetivos políticos.
Al mismo tiempo, las comunidades horizontales no han desaparecido por completo. Seguimos educando a nuestros hijos en el espacio físico (más o menos), lo que significa que seguimos teniendo que tratar con los padres de otros niños en una comunidad local. Las políticas de los gobiernos locales rigen muchos de los aspectos de nuestras vidas que siguen siendo offline, como todo lo relativo a la alimentación, seguridad, vivienda, transporte…, y esto significa que deberíamos ir a plenos municipales, reuniones de la comunidad de propietarios, reuniones de padres y otros foros comunitarios diversos para dirimir nuestras diferencias con personas que no comparten nuestros intereses o nuestras identidades. Qué pereza, eh!? Ahora vivimos en un mundo en el que nuestras comunidades existen en tres dimensiones: la mezcolanza familiar de la humanidad local en dos dimensiones, y nuestros espacios en línea autoorganizados en una tercera.
Y esta dicotomía supone un enorme reto para nuestras instituciones.
Los bienes públicos y el choque de comunidades
Tenéis claro que las comunidades verticales en línea que describo no son ‘estados red’, ¿no? No perdamos tampoco el norte. B. Srinivasan escribió un libro en el que imagina la sustitución de los países por redes humanas conectadas entre sí por Internet y la criptomoneda. Pero, tanto si esos Estados organizados verticalmente llegan a existir como si no, por ahora no son factibles. Porque son las organizaciones horizontales, los Estados-nación, las que siguen proporcionando casi todos nuestros bienes públicos esenciales.
La economía considera que los bienes públicos son una de las principales razones, quizás la principal, de la existencia de las grandes organizaciones humanas. Cosas como la defensa nacional, los tribunales de justicia, los derechos de propiedad, las normas sobre productos, las infraestructuras, la investigación científica, etc., requieren algo parecido a un gobierno para administrarlas. Y los gobiernos siguen estando organizados horizontalmente; administran un territorio físico definido por líneas en los mapas. Pasar del sistema de Estado-nación a un sistema de Estado-red nos obligaría a aplicar el derecho privado a los miembros de las distintas redes: igual que la ley en la Francia medieval era diferente para un cura que para un campesino, la ley en un mundo de Estados-red tendría que aplicarse de forma diferente a dos personas distintas que se cruzaran por la calle. Y recordad que la antigua palabra francesa para ‘derecho privado’ es ‘privilegio’. Estamos muy, muy lejos de tener alguna idea de cómo vivir productiva y felizmente en un mundo así.
Así que, por ahora y en un futuro previsible, nuestros bienes públicos se suministran localmente, pero nuestra interacción social se produce en la nube. En teoría, podría ser una receta peligrosa.
La economía política nos enseña que los bienes públicos son más fáciles de proporcionar cuando las personas tienen preferencias homogéneas. Si el 90% de la gente quiere utilizar una carretera, será mucho más fácil construirla que si sólo el 40% quiere utilizarla, aunque en ambos casos supere la prueba de coste-beneficio. Cuando algunas personas quieren calles tranquilas y otras quieren barrios densos y emocionantes, la política de desarrollo local será muy disputada. Y así sucesivamente. Esta es una de las razones por las que la gente suele pensar que es más fácil enriquecerse en una ciudad-estado que en un gran país: es más fácil para Singapur aplicar una política nacional de vivienda eficaz que para China.
Pero las preferencias también son endógenas: pueden cambiar. Y los grupos de afinidad, a los que ves como ‘tu gente’, pueden ser capaces de cambiar sustancialmente las preferencias. Algunos economistas sostienen que los ‘Estados artificiales’ con fronteras poscoloniales arbitrarias tienen dificultades para proporcionar bienes públicos debido a las eternas luchas intestinas entre etnias dispares que en realidad no quieren compartir un país entre sí. Esos mismos economistas sostienen la hipótesis, por cierto, de que el ineficiente y muy cuestionado Estado del bienestar estadounidense es disfuncional debido al resentimiento racial. Cómo nos cuesta pasar página. Y en España, ni os cuento, viendo cómo algunos siguen en el candelero dedicando el tiempo a sacar siempre algo que decidimos olvidar por mayoría para, así pasar página y mirar al futuro.
¿Y si las comunidades verticales exacerban estas divisiones? ¿Y si hablamos, socializamos, cooperamos y nos enamoramos de la gente de nuestras multitudes en línea, y nos distanciamos definitivamente de la gente de al lado? ¿Y si empezamos a sentir que nuestra principal lealtad es hacia las personas que comparten nuestra raza o nuestra religión o nuestros intereses, en lugar de hacia las personas que comparten nuestro país y nuestra ciudad? ¿Y si vamos a la reunión de padres y profesores o al pleno del Ayuntamiento y descubrimos a un grupo de desconocidos a los que despreciamos y desdeñamos?
En un mundo así, ¿cómo conseguirá el gobierno hacer algo? ¿Cómo decidiremos qué carreteras construir, qué viviendas permitir, qué universidades financiar o cómo reformar la policía? ¿Cómo podemos construir juntos un país con vecinos con los que ya no compartimos ningún tipo de vínculo común?
En su libro de 2020 The Great Demographic Illusion, el sociólogo Richard Alba expresa su esperanza de que muchas de las divisiones identitarias de la década de 2010 se agraven a medida que las fronteras raciales se difuminen y la conciencia racial se desplace hacia una nueva ‘corriente dominante’. Alba cuenta la esperanzadora anécdota de ir a un funeral en el que un grupo muy diverso de personas interactúan pacífica y cordialmente mientras acuden a presentar sus respetos. Pero su esperanza se basa fundamentalmente en la homogeneidad horizontal; todo está fuera de línea. En sus bolsillos, los asistentes al funeral llevaban teléfonos móviles que definían cada vez más sus interacciones sociales. Y cada uno de esos móviles era un portal de su propio mundo, su propio conjunto de comunidades verticales personalizadas. Estar en el mismo edificio podía significar estar juntos en 1990; en 2023, esa misma proximidad podría ser la ilusión.
Por eso me preocupa el futuro de nuestros bienes públicos. Me preocupa que el espacio en línea fragmente y degrade las comunidades horizontales, pero que tampoco consiga nunca sustituirlas por completo. Tenemos que encontrar alguna manera de llevarnos bien con las personas que viven en nuestra proximidad física, aunque sigamos pasando gran parte de nuestro tiempo en línea. Las comunidades verticales deben hacer las paces con las horizontales... de alguna manera… más pronto que tarde.
Que buena nota! Feliciatciones!!. Comunidades horizonatels, verticales, transversales y cuantas otras combinaciones seguiremos fabricando....Estamos construyendo una nueva matrix !!!. Por Dios como gestionaremos esto? 🤣🤣🤣🤣
Una reflexión muy buena, realmente lo que dices es algo en lo que pensar.